¿Dónde reside el amor?

Busqué la exquisitez del amor, y en su búsqueda por todos aquellos lugares en los que inquirí su presencia, no pude encontrar su rastro. Tampoco guardé memoria de su hallazgo en los distintos ayeres que poblaron mi existencia.

Habité ayeres humildes, donde mi espíritu fue testigo de su ausencia, pues la propia exquisitez, con su perfume, era reemplazada por la tremenda y desesperada lucha por la supervivencia. Vislumbré ricas estancias, cual palacios de cuentos encantados de «Las mil y una

noches», mas tampoco allí se dejaba traslucir el brillo del tesoro prometido, porque la envidia y manipulaciones humanas conformaban la existencia de la vida en aquel lugar, vacío hasta entonces del sueño gestado en la memoria de Dios.

Pasé por calles desbordadas del gentío presuroso, y en su devenir, ajeno y absorto, jamás presentí la profunda calma, que nace en el lecho del río de la vida, allí donde se inicia el amor cálido y profundo.

Presencié multitud de festejos, de manifestaciones populares de alegría, pero la verdadera alegría no habitaba allí; y era tanto el frío tiempo de su ausencia, que aquel explícito plagio de su manifestación, espantaba el alma inocente y aniquilaba todo cuanto de bueno podía hallarse en su interior.

Caminé bordeando la colina del placer en toda su extensión. Oteé su incierto horizonte buscando un sólo ser que fuera dueño de su propia voluntad, y no hallé ni uno sólo. Todos habían dejado escapar de su estancia al pájaro alado, que transporta los sueños de la infancia a través de las distintas estaciones de la vida. El vacío lo llenaba todo como un mar inmenso, que los poseía y los engullía, abriendo abismos insondables cual lago negro y profundo de una noche sin luna.

Me asomé, de puntillas, al mundo del poderoso, y su ceguera era tan desmesurada, que sólo acertaba a vislumbrar los confines de sus posesiones. Su sueño era agitado y torturador y sus continuos desvelos, producido por el incesante recuento de sus propias pérdidas y ganancias, así como por el ejercicio de la tiranía y el control sobre sus semejantes. En su espiral hacia el poder sólo existía un único dios. Este se erigía desde el podium del egocentrismo y su visceral soberbia en monstruo insaciable para el disfrute de su potente y ficticio dominio sobre la vida y la muerte.

Grité al viento, a la lluvia y al trueno que presagia la tempestad, invocando al amor, y me respondió el silencio, como un estruendoso huracán desde el fondo de sus profundidades, y era tan clara y límpida su voz, que mi alma quedó asolada por sus resonancias, desecándose, como arrasada por vientos de un desierto inhóspito, carente de toda vida.

Crucé los mares, los ríos y los valles, ¿dónde reside el amor? ¡clamaba todo mi ser!, y en mi largo deambular, me atreví a mirar al cielo, buscando la estrella perdida, que fuera en tiempos luz y guía para los hombres, y al mirar, descubrí el vuelo de las aves, peregrinas del firmamento. Y miré de nuevo con los ojos del alma, para poder entender que el amor reside en su ejemplo.  Ellas cruzan todos los mundos, habitados o salvajes. Mundos poblados por hombres de distintas razas y credos. Anidan allí donde los derechos humanos enmascaran un manifiesto del juicio final. Donde la guerra aniquila todo rastro de amor, llevando su mensaje de paz a los más remotos lugares. Habitan donde la tierna infancia sufre un choque infrahumano con la realidad brutal despiadada de los desposeídos. Infancia del duro trabajo, del escaso alimento, de la ignorancia absoluta.

Diríase que algún espíritu maligno hubiera encerrado al dulce pájaro de la juventud y tirado la llave de su jaula a los avernos, para luego dejar al sueño de la libertad vagando por siempre entre los hombres. Sueño de libertad que les viene adjudicado desde sus orígenes y que aletea sobre sus estómagos vacíos, constituyéndose en el único tesoro que recibieron sus ancestros.

No quise asomarme más a esos submundos de enfermedad, hambre y miseria. La palabra «Humanidad» había perdido su auténtico y genuino significado.

En esta larga andadura el género humano no había aprendido a transportar el plasma espiritual del amor a través del conducto de su propia corriente, olvidando por siempre estos lugares, dejándolos vacíos de solidaridad y apoyo. Lugares de donde ya hace largo tiempo escapó aterrada la esperanza.

Una extraña simbiosis había transformado el destino de mi universo íntimo. Yo veía a través de las aves y ellas contemplaban el mundo a través de mis ojos, y al vislumbrar tamaño horror, mermó el incansable ímpetu de sus alas y se truncaron las bellas piruetas que fueran objeto, en tiempos de inspiración, de poetas para deleite de los mundos futuros.

Huyó el espíritu alegre de la vida y no había manera de recuperar el mensaje de la promesa divina.

La Alegría habita junto a la Esperanza en el hogar que preserva esta promesa, allá donde el rescoldo del amor nunca se apaga aguardando su retorno.

A este hecho le es inherente el vuelo de las aves, porque surcan el Cielo de Libertad. A su semejanza, el espíritu del Hombre Libre, vuela en armonía, por encima de sus cadenas, con el sólo sustento del Amor.

Publicado por: María Diánez Rubio.

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